Un profano en historia podría pensar que bajo ese nombre hubo una guerra monetaria en un tiempo en que el ducado (moneda de la monarquía hispánica bajo los Reyes Católicos, los Austrias y los siglos en que reinaron los Borbones hasta el destronamiento de Isabel II en que apareció la peseta como moneda de España) era el que marcaba las pautas mercantiles, como ahora lo hace el dólar. Pero no, la Guerra de los Ducados fue un conflicto bélico que se desarrolló en 1864, donde Dinamarca se enfrentó a Prusia y Austria, los dos estados más poderosos de la confederación germánica porque Alemania, como país no existía entonces. La historia de Alemania, aunque no lo parezca, es corta y bastante sombría. Un patético imperio colonial, logrado en el inicuo reparto de África a tiralíneas, en la conferencia de Berlín, que perdió tras la derrota en la Primera Guerra Mundial. El ascenso y eclosión del nazismo -protagonista del mayor horror vivido por la humanidad contemporánea- en los años veinte y treinta del siglo pasado. Una Segunda Guerra Mundial desencadenada por Hitler y sus compinches, que terminó en catástrofe mundial y principalmente para la propia Alemania que, durante algunos años, desaparecía como país, ocupado y dividido entre las potencias vencedoras de dicha guerra. Esa división se prolongaría durante más de cuatro décadas -las de la Guerra Fría, muro de Berlín incluido- en forma dos países, que no se reunificaron hasta 1990.
Pero a lo que íbamos. El resultado de la Guerra de los Ducados estaba cantado, dado el desequilibrio militar que había entre los contendientes. El monarca danés había errado en su cálculo de incorporar el ducado de Schleswig a su reino, alegando que históricamente era más danés que germano y en su zona norte la población era mayoritariamente favorable a esa incorporación. La firma de la paz supuso la incorporación de Schleswig a Prusia junto con otro ducado, el de Lauenburgo. Los austríacos se quedaban con el de Holstein. Con tanto ducado la guerra acabó conociéndose con el mencionado nombre. Los daneses aceptaron aquellas imputaciones territoriales a regañadientes.
Hoy, dos de esos ducados (Schleswig y Holstein), constituyen, después de una azarosa historia en la que no faltaron referéndum, cuyos resultados no tuvieron valor práctico alguno, uno de los estados de Alemania, y su audiencia territorial ha dictado sentencia sobre una euroorden, emitida por un juez del Tribunal Supremo de España en la que se solicita la entrega de un delincuente prófugo: Carlos Puigdemont, acusado de los delitos de sedición, rebelión y malversación. La mencionada audiencia territorial, en una clara extralimitación de lo que son sus funciones respecto a lo que debe ser el cumplimiento ante una euroorden emitida desde otro país de la Unión Europea, ha señalado que procede la extradición del prófugo delincuente, pero únicamente por el delito de malversación. Los mencionados jueces se permiten incluso, en un gesto de inadmisible condescendencia, aludir en su sentencia a la calidad democrática de España para extraditar al fugitivo.
Ignoro si la turbulenta historia de Schleswig-Holstein ha pesado en su decisión, pero, desde luego, su pasado histórico no parece el más adecuado para conceder certificados de democracia a países que, por el sólo hecho de pertenecer a la UE, han de tenerla acreditada. Si por mí fuera, el prófugo delincuente podía quedarse en el territorio donde esos jueces administran justicia hasta que expiren sus delitos en España, algo así como veinte años.
(Publicada en ABC Córdoba el 5 de septiembre de 2018 en esta dirección)